El País publicaba esta semana “Si se examina al profesor, sube la nota el alumno” utilizando la referencia de la evaluación del municipio de Washington que clasificó (incluso despidió) a los docentes según los resultados de unas pruebas estandarizadas aplicadas a los alumnos; para asegurarse que el proceso no volviera a repetirse con otro alcalde, los sindicatos de profesores contribuyeron en las primarias con un millón de dolares a la campaña del candidato alternativo. Me gusta como concluye: “Si estamos de acuerdo en que la profesión de docente es la más importante en la sociedad del conocimiento, se debe reclamar este reconocimiento, es decir, pagar y tratar en consecuencia, pero también se ha de asumir la responsabilidad de que las cosas puedan ir mal”.
Ningún profesional confunde hoy evaluar con examinar, ni tampoco en décadas anteriores (yo aprobé asignaturas sin examinarme), pero en la práctica con demasiada frecuencia son equivalentes. Evaluar causa furor, no hay ponente ni congreso, ni siquiera curso de formación que los participantes no evalúen, interesa más su opinión que valorar los resultados obtenidos.
Tampoco faltan quienes están tentados a evaluar al profesorado, aunque casi siempre procuran conformarse con sucedáneos sin consecuencias prácticas. En una diversidad de iniciativas está latente la sensación de injusticia que supone la presunción de “a igual trabajo, igual salario”, cuando todos sabemos que coexisten abiertamente niveles de compromiso muy diferentes. Como ejemplo, tenemos la insistencia en los exámenes de perfil del Modelo de Madurez Tecnológica, y a otro nivel, el ambicioso Programa de Calidad de Andalucía, tan denostado por muchos, porque supone un intento serio de agitar las culturas endogámicas más resistentes al cambio.
Pero no termina aquí, otras fórmulas buscan evaluar de forma indirecta (se habla de centro, no de profesorado) como la evaluación diganóstica anual, que intenta una deriva colectiva de la responsabilidad de los resultados de las pruebas. Por no hablar de los grandes números de PISA dirigidos al sistema, que sería más eficaz si después de pasar la prueba a los alumnos se hiciera lo propio con el profesorado, para que tenga cabal conocimiento de lo que se demanda al alumno.
Casi siempre cuando se habla de evaluación se le da un sentido punitivo (todos tenéis un 10, mantenerlo es cosa vuestra) cuando en realidad puede debe servir para lograr reconocimiento, mejorar la implicación de la administración en la solución a problemas complejos, o conseguir mejoras salariales y profesionales. Tampoco tiene porque ser siempre obligatoria, también podría ser voluntaria dentro de un marco de excelencia como el de la universidad de Stanford. Pero ningún plan serio de choque puede prescindir de los resultados escolares, siempre contextualizados.
Quienes hemos sido evaluados varias veces en una década, sabemos que no es cosa tan fiera y puede ayudar a mejorar la práctica, aunque haya otras variables importantes, como las directrices, recursos o la fortuna de los planes. Esto nos ha sucedido a los centros de innovación, unas por imperativo legal, y otras porque a alguien hay que evaluar y los asesores de formación somos un colectivo propicio. Las hemos pasado de todo tipo, singulares y combinadas, internas y externas, estadísticas y cualitativas, verticales y horizontales, personales y colectivas, incluso una a través de una empresa phone call con llamadas aleatorias al profesorado por centros.
Yo encantado, que continúen y que cunda el ejemplo.
(Al hilo de este tema, merece una alusión esa serie de culto que es The Wire que en su 4ª temporada toma como tema que acompaña a la trama la educación en situaciones extremas en un centro público de Baltimore. Se reflejan críticamente este tipo de pruebas y hay secuencias que podrían ser objeto de estudio en algunos cursos de formación. Paso por la TNT y ahora puede adquirirse en DVD en versión doblada y original.)
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